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Los memoriales y la conmemoración en Holanda
La situación política de la posguerra en Holanda estuvo determinada por su peculiar cronología. A diferencia de Francia y, especialmente, Bélgica, Holanda no se benefició de una liberación “relámpago”, sino que pasó los últimos meses de la guerra en manos alemanas, hasta casi el final. En mayo de 1945, la reina fue aclamada y actuó como elemento catalizador del ardor nacional; el nuevo gobierno, incorporando a diferentes figuras políticas del frente interior clandestino, consiguió un importante entente junto a las élites urbanas resistentes.
La política de memoria más clara y más comprensiva de Europa es la que se aplicó en Holanda. Los gobiernos de la posguerra construyeron deliberadamente un consenso nacional forzoso sobre el mito de la resistencia unánime del conjunto de la sociedad. Todas las expresiones de memoria colectiva fueron “autorizadas” y homogeneizadas.
La sociedad holandesa presentaba en 1945 muchas condiciones favorables para el éxito de este tipo de proyectos “memorialísticos”. La herencia de la ocupación presentaba menos temas espinosos que en Francia y Bélgica. En Holanda, se ha homogeneizado la experiencia de la guerra y se ha unificado un “frente interior” de fuerzas políticas preparando la rendición alemana, y enfrentándose al principal problema de la última fase de la guerra (la alimentación de la población).
Además, las fuerzas políticas relacionadas con la ocupación del Nacionalsocialismo no tenían ninguna influencia anterior a la guerra. El NSB, en ningún momento representó una corriente influyente en la opinión pública, ni pudo apelar a los componentes reaccionarios católicos que apoyaban el régimen de Vichy y su “révolution Nationale”, o al REX en la Bélgica francófona, por no hablar del movimiento nacionalista flamenco y sus experiencias de colaboración con Alemania durante la Primera Guerra Mundial.
En cualquier parte del Norte de Europa, incluyendo Dinamarca y Noruega, el inicio de la vida de posguerra fue mucho más fácil que en el Sur de Europa, donde la eliminación de la colaboración implicó la eliminación de los movimientos racistas de preguerra, por su implicación en el Holocausto judío.
En Holanda, la colaboración ideológica pudo ser criminalizada, tratada como un problema de desviación social y de comportamiento político extraño a los temas sociales domésticos. La “inholandesidad” de la colaboración ideológica, su absoluta exclusión, permitió al mismo tiempo silenciar la considerable colaboración administrativa y evitar una purga del aparato de Estado.
El éxito de la política de memoria holandesa dependía también de su considerable implementación desde 1945. La Resistencia había sido la causa sagrada y colectiva de toda la nación holandesa, haciendo irrelevantes las formas individuales que habían tomado parte. Por tanto, no serían distribuidas medallas especiales, recompensas o títulos, con excepción de menos de 100 condecoraciones póstumas para figuras emblemáticas.
Las élites resistentes desertaron de las asociaciones de veteranos que, junto al boicot del gobierno a estos grupos, los relegaron a la marginalidad. Privados de ceremonias y condecoraciones oficiales, separados de las conmemoraciones públicas, los veteranos de la Resistencia continuaron una serie de acciones reivindicativas, sólo para conseguir una medalla colectiva, en 1980.
El gobierno obstruyó igualmente la proliferación de un culto personalizado al martirio. Las víctimas de guerra debían ser ayudadas en función de sus necesidades personales, y no en función de su singular experiencia o méritos en la guerra. Los supervivientes de los campos de concentración y los trabajadores deportados reclamaron reconocimiento legal por sus sufrimientos y un trato especial, pero sólo las víctimas, en el sentido más restrictivo, de las actividades de Resistencia, pudieron contar con ese trato por parte de una serie de fundaciones de caridad.
El culto despersonalizado de la resistencia fue aplicado con rigor similar en la regulación oficial de los monumentos de guerra. Una comisión nacional revisaba todos los proyectos antes de su erección, tanto en sus aspectos estéticos como “nacionales” y decidía, eventualmente, la demolición de los monumentos no autorizados. Cada municipio debía centralizar sus iniciativas conmemorativas en un monumento, en lugar de dispersar los tributos en movimientos, hechos o individuos específicos. La mención de nombres debía evitarse y el balance político debía respetarse en todos los casos. La comisión vetaba las propuestas de monumentos que conmemorasen las muertes o sufrimientos sin un mensaje unificador claro.
A través de esta política, cada ciudad holandesa y todos los monumentos mostraban una homogeneidad peculiar. Los discursos conmemorativos, los días de conmemoración y las ceremonias y exposiciones organizadas sobre la Resistencia, todo ello mostraba las mismas características de una memoria consensual, anónima y aséptica. La creación de un Instituto Estatal para la Documentación de Guerra, en 1945, fue precedida por la misma forma de creación de consenso sobre la historia oficial de la resistencia, incluso si sus intentos independizadotes pronto frustraron algunas de las ambiciones oficiales.
Este consenso tan ampliamente inclusivo se mantuvo excepto en tres casos opositores que quedaron fuera de la política de coalición. El primer grupo en romper con el “embargo” de la memoria oficial y organizar una actividad conmemorativa fue el Partido Comunista. En Holanda, se mantenía una línea oficial anti-comunista, básicamente inalterada después de 1945, incluyendo las relaciones con la Unión Soviética. El segundo grupo de oposición fueron los círculos militares conservadores nacionalistas. El tercero y último puede identificarse alrededor del Partido Anti-Revolucionario y el movimiento de resistencia LOLKP; esta minoría no era un pequeño grupo vociferante en la escena conmemorativa, sino que tenía una influyente producción de libros, películas, etc.
Holanda se había mantenido neutral durante la Primera Guerra Mundial, por lo que, a diferencia de Bélgica y Francia, no tenía una memoria preestablecida de la guerra para imponer como una interpretación preparada a la guerra más reciente. El paradigma del combatiente y la realidad social de los movimientos de veteranos, que fueron tan penetrantes en la sociedad belga y francesa, no podían servir como referencias con las que asimilar la memoria de la ocupación nazi, comparándola con la heroica memoria de la Primera Guerra Mundial.
Además de esta diferencia, la peculiar cronología de las operaciones militares que liberaron la Europa occidental, dejó a la sociedad holandesa aparte de sus vecinos del sur. El fracaso del asalto al Rhin en Arnhem, en octubre de 1944, condenó al territorio holandés a nueve meses más de ocupación, hasta que los alemanes se rindieron en mayo de 1945. El último invierno (el “invierno de hambre”) causó en el conjunto de la población graves sufrimientos. Mientras el sufrimiento de grupos específicos (comunistas, trabajadores deportados y judíos) había caracterizado los primeros años de la ocupación, ahora el carestía, la destrucción y las migraciones masivas de civiles para escapar del hambre y los bombardeos aliados, provocaron sufrimientos indiscriminados. En el momento de la liberación holandesa, más de 1.500.000 ciudadanos desplazados: un millón de refugiados debido a la confrontación militar; decenas de miles debido al hambre en las ciudades; 80.000 prisioneros del ejército japonés en las antiguas colonias; 350.000 trabajadores ocultos, etc.
Esta situación redujo enormemente la capacidad pública para conmiserarse con grupos particulares de mártires, la milieux de memoire que había marcado la experiencia de la nación en Bélgica y Francia. Los sufrimientos extraordinarios y extra-territoriales en los campos alemanes no llegaron a la atención pública del mismo modo que en Bélgica y Francia, ni el retorno de los supervivientes era esperado ansiosamente. La atmósfera de indiferencia hacia los repatriados es ilustrativa de esta situación, en la que el sufrimiento de la vida diaria imperaba sobre otras consideraciones humanitarias.
Esta respuesta tan diferente fue reforzada por una política gubernamental deliberada. La caótica situación en Holanda, en el verano de 1945, supuso un gran esfuerzo en la infraestructura de asistencia social y médica, la distribución y racionamiento de alimentos, los equipamientos elementales para el alojamiento y la ropa, así como en los presupuestos gubernamentales. Enfrentado con esta amplia situación, el gobierno decreto que la asignación de categorías de víctimas se debía evitar “a cualquier precio”.
Como resultado, el gobierno declaró el “veteranismo” como una actividad poco patriótica y no holandesa que había mostrado su inutilidad social en los años de pre-guerra en Francia, y particularmente en Bélgica. Ignoró y boicoteó todos los grupos de presión, incluyendo aquellos de veteranos de la Resistencia. Cualquier grupo que reclamase méritos especiales o sufrimientos especiales no sólo amenazaba con ser una carga para los presupuestos nacionales, sino también hacía peligrar el consenso nacional de que el heroísmo y el martirio había sido la experiencia colectiva de la población alemana, simbolizada por la emblemática figura nacional de la reina Wilhelmina.
Esta política de consenso forzoso incluso fue extendida a la regulación de los monumentos de guerra, que debían honrar la memoria anónima de la Nación y contener un mensaje elevado. La amalgamación nazi de las víctimas de diferentes orígenes en los campos de concentración impidió cualquier actividad legitimizadora de posguerra en beneficio de los supervivientes.
La única organización que tenía el respaldo del gobierno fue la Fundation 1940-1945. Se trataba de una organización privada calvinista de caridad que buscaba hacerse cargo de aquellas víctimas perseguidas por su participación en la Resistencia, sus viudas y huérfanos. Abrió sus filas a todos los resistentes después de la liberación, pero los activistas de organizaciones religiosas continuaron proporcionando el 90% de sus miembros en los comités locales; desde 1950, los comunistas quedaron oficialmente excluidos. Como organización de caridad, no era una organización de las víctimas de la Resistencia, sino una organización para las víctimas, en la que sólo jugaban un papel pasivo. Las fuentes financieras de la Fundation procedían de fondos privados, a través de comités de colecta locales y regionales: las colectas puerta a puerta eran una pequeña parte; la inmensa mayoría de los fondos procedía de las donaciones de la industria y el comercio.
En el verano de 1947, el Parlamento holandés pasó una ley estableciendo una pensión especial para víctimas de la Resistencia, pero cargó a la Foundation privada con la aplicación de la ley. Por tanto, la Foundation era tanto juez como parte en la distribución de las cuantías.
La posición de la Foundation era muy clara. Las víctimas de la represión alemana que no habían cometido actos de resistencia fueron excluidas: rehenes, víctimas de represalias, personas que habían sido detenidas por sus actividades anti-fascistas de pre-guerra, deportados raciales, etc. La influencia predominante de los voluntarios calvinistas y católicos, el peso financiero de las élites industriales y comerciales, la estructura paternalista de la asistencia, la distribución socialmente conservadora de los fondos disponibles, el papel oficial en la distribución de las pensiones gubernamentales y la selección exclusivamente patriótica, todo ello convergía para transformar a la Foundation 1940-1945 en una respetada institución nacional de caridad y custodia de la apropiada memoria nacional de la persecución.
El limitado grupo que era objetivo de la Foundation dejó a la inmensa mayoría de las víctimas de guerra excluidas. Los supervivientes de los campos de concentración quedaron fuera. Si en Francia y Bélgica los prisioneros políticos y deportados formaron el milieu de memoire más activo y respetado, en Holanda, la liberación y repatriación coincidió con el caos del verano de 1945, cuando más de una quinta parte de la población estaba desplazada y grandes partes estaban desnutridas, y la opinión pública no se conmovía con el retorno de los internos de los campos de concentración.
En este contexto, la experiencia de los supervivientes del genocidio pasó casi desapercibida. El único grupo de presión activo a la hora de organizar a los supervivientes de los campos fue la “Unión holandesa de antiguos prisioneros políticos” (Nederlandse Vereniging van Ex-Politieke Gevangenen, ExPoGe). Esta organización tenía un carácter marcadamente nacionalista y, después de 1949, fieramente anti-comunista. Además, nunca se aseguró la aceptación como representante de los resistentes deportados, porque el gobierno se dirigía únicamente a la Foundation, a pesar de las demandas explícitas de la élite de la Resistencia. El celo anti-comunista de la ExPoGe, con su “Comité de Combate contra el Sistema de Campos de Concentración” (Strijdcomite tegen het Concentratiekamp Systeem) le proporcionó algo más de respetabilidad a comienzos de los años 1950 e, incluso, llevó a un acercamiento con la Foundation.
Los supervivientes de los campos de concentración que no habían tomado parte en la Resistencia, encontraron refugio en la organización comunista, la Unidad Resistente de Holanda, junto a comunistas y activistas de izquierda que nunca habían sido víctimas de la persecución nazi. Desde 1956, por instigación de la Federation Internationale des Resistants, los comunistas crearon comités nacionales de supervivientes de diversos campos, el más importante de los cuales fue el Comité de Auschwitz. Desde 1961, un Comité de Dachau anti-comunista, financiado por donaciones de las principales empresas holandesas, sirvió de contrapeso a la influencia comunista, principalmente a través de las campañas de sensibilización anti-soviéticas.
La severa crisis que golpeó el modelo de consenso holandés a finales de los años 1960, llevó también a una crisis de las políticas de la memoria. Nuevos tipos de asociaciones de veteranos de la Resistencia y supervivientes de los campos emergieron para reclamar reconocimiento nacional y compensación. Tanto las reclamaciones como la legislación posterior de 1972, que reconocía las víctimas de la Resistencia y la persecución, establecía la clase de reconocimiento nacional que los mismos grupos habían obtenido legalmente en Francia y Bélgica inmediatamente después de la guerra. Sólo era el discurso el que había cambiado: desde el patriotismo de finales de los 1940 al discurso del Estado del Bienestar de finales de los 1960. Las asociaciones de auto-ayuda y los grupos de terapia unificaron a los “grupos de damnificados” que habían sido olvidados o silenciados por la política de austeridad, de orgullo nacional y sufrimiento colectivo e indiscriminado.
Pero no fue hasta mediados de la década de 1980 cuando todo este sistema quedó regularizado, como demuestran las enormes dificultades con que tuvo que enfrentarse la creación del Hommomonument.
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