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La fotografía y la representación de la memoria
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La fotografía como evidencia
La representación gráfica y la construcción de la memoria colectiva del Holocausto


La fotografía y la representación de la memoria


Museos y exposiciones. El Museo Memorial del Holocausto de Estados Unidos

El estallido museístico de los años 1980 y 1990 creó un agente adicional de la memoria que ayudó a reavivar las fotos de atrocidades. Los museos generaron espacios adicionales en los que contemplar visualmente el Holocausto. La fotografía ayudó a resolver el delicado tema de dónde y cómo conmemorar el Holocausto, a través de cuestiones sobre qué fotografías usar y cómo debían ser utilizadas, elementos centrales para formar la imagen visual del trabajo de memoria de los museos.

Parece haber un consenso en los museos del Holocausto de que el público ya no está interesado en exposiciones realizadas íntegramente de fotografías de atrocidades. En las sociedades occidentales, predispuestas a la cultura mediática, las historias y fotografías de personas individuales son consideradas más atractivas, añadiendo el drama personal al, por otra parte, hecho incomprensible. Como resultado, las fotografías familiares de pre-guerra, están ahora siendo añadidas a las colecciones del Holocausto. Esas fotografías, previamente consideradas recuerdos privados sin valor documental, son consideradas elementos centrales de la narrativa del Holocausto; ninguna memoria visual parece completa sin ellas. Como todas las colecciones familiares, son versiones idealizadas de la vida familiar: nacimientos, bodas, vacaciones, fiestas de cumpleaños y excursiones familiares. Los álbumes familiares no muestran nunca los conflictos, la miseria, la pobreza o la muerte. Implícito en esas fotografías de momentos felices están sentimientos de tristeza y pérdida. Las fotografías familiares no sólo son un reconocimiento de la continuidad de la vida sino también de la inevitabilidad de la muerte. Por eso, cada fotografía representa el retorno del muerto.

Además de ser muy personales, las fotografías familiares son universales; son únicas pero al mismo tiempo extraordinarias. Cada uno puede “leer” una fotografía familiar, a pesar de a quién pertenece, proyectando en ella su propias memorias. En el contexto del Holocausto, colocar las fotos familiares al lado de aquellas de fusilamientos, ahorcamientos, pilas de muertos y pilas de cuerpos esqueléticos, incrementa su patetismo.

Igual que los museos crean narrativas en la forma en que muestran las fotografías, así los archivos crean narrativas por la forma en que los usan. En el sistema computerizado de búsqueda en el archivo fotográfico del USHMM, las fotografías están divididas en temas bajo titulares particulares. Uno de estos apartados es Babi Yar, donde no sólo hay imágenes del barranco en Ucrania donde miles fueron asesinados, sino docenas de fotografías familiares (parejas, niños, grupos familiares y bebés), intercaladas con las del barranco. Donde antes sólo hubo fotografías de un barranco desierto, ahora hay rostros y nombres. La yuxtaposición crea una narrativa conmovedora, no por lo que las fotografías muestran, sino por lo que se sabe sobre las masacres que tuvieron lugar.

Otro ejemplo son las fotografías de Roman Vishniac de las comunidades judías anteriores a la guerra que se han convertido en elementos centrales del recuerdo del Holocausto. Aunque no son fotografías familiares en el sentido general del término, han llegado a representar a la familia más grande de las comunidades judías de la Europa oriental que se perdieron. La íntima representación de Vishniac de la pobreza judía es vista como la quintaesencia de las comunidades judías de la Europa oriental de pre-guerra, aunque no fueron una masa homogénea. Sin embargo, ese no fue el caso. La visión de Vishniac era muy parcial, representando sólo una parte de la comunidad judía, centrándose casi enteramente en la pobreza y los judíos ortodoxos.

Con la ayuda de supervivientes, parientes e historiadores, se ha identificado a muchos de los que aparecen en las fotografías. La importancia de esas fotografías no está únicamente en poner nombres a los rostros, sino proporcionar una alternativa a las fotografías de los cuerpos anónimos. Esta colección de fotos servirá como un correctivo importante a la impresión creada por las imágenes de los demacrados, los supervivientes del tifus en Bergen-Belsen y las pilas de cuerpos frente a los crematorios de Buchenwald. Las personas que fueron victimizadas por los nazis apenas son formas reconocibles de seres humanos vacíos de vida y conciencia.

No reaccionamos a una fotografía de identidad de la misma forma que ante una fotografía familiar. Los nazis entendieron esto muy bien. Por eso, debemos preguntarnos si la imagen deshumanizada de los presos (un uniforme de campo y una cabeza afeitada) fue construida para que se adaptase al “tipo criminal”. Para un régimen obsesionado con las imágenes de “tipos”, este no sería una proposición ridícula.

En este ambiente, por tanto, no debe sorprender que el público viese las fotos como herramientas centrales de la memoria dentro de la experiencia del museo. Los visitantes se acercaban a los museos del Holocausto como turistas, con cámaras, tomando fotos de las fotografías expuestas, que posteriormente podrían examinar en sus casas.

Las fotografías se convirtieron en vehículos de la memoria que las distanciaban de su presentación original, particularmente el aura de verisimilitud y referencia que adquirían. Los créditos de esas fotos documentaban regularmente su propiedad, más que su construcción original. Este desplazamiento de la autoría de la imagen hacia su propiedad, indicaba la naturaleza transformativa del trabajo museístico hacia la memoria visual. También sugiere nuevamente lo inconstante que eran tanto los detalles contingentes de una imagen como los detalles sobre su construcción original. Las fotos fueron regularmente identificadas por su propiedad institucional, sugiriendo que la construcción de la imagen original era menos importante que la institución que la poseía. Esta práctica mantuvo también la foto como una pista de memoria más que como una herramienta para proporcionar información.

A través de los 1980 y 1990, la creciente conciencia pública sobre el Holocausto, como una tragedia únicamente judía, allanó el camino para la inauguración, en 1993, del mayor memorial mundial del Holocausto, el Museo Memorial del Holocausto en Washington (USHMM). El presidente Jimmy Carter fue el impulsor de este museo, a través de una comisión para la creación de un memorial nacional. Actualmente, según señala Peter Novick, se reconoce que el memorial fue un intento para aplacar a los judíos americanos, que se mostraban crecientemente alarmados por el acercamiento de la administración americana hacia los palestinos. En menos de un año, más de un millón y medio de personas habían pasado por las puertas del museo. Desde el principio, su principal ánimo era proporcionar a los visitantes una experiencia con la que pudiesen identificarse. En 1991, el diseñador de la exposición, Ralph Appelbaum, explicó al museo: “estamos intentando a crear una atmósfera donde las personas se sentirán cercanas a los hechos, por lo que las barreras entre el observador y lo observado deben ser minimizadas”.

Además de identificarse con una persona real, los visitantes son invitados a asociarse con los artefactos y experiencias reales; el museo ha recogido aproximadamente 50.000 artefactos desde 1979. La caída del comunismo dio numerosas oportunidades para adquirir los objetos importantes relacionados con el Holocausto de la Europa oriental, permitiendo a los americanos recrear el Holocausto en su propio país: un vagón de ferrocarril auténtico que fue utilizado para transportar a judíos desde el ghetto de Varsovia a Treblinka fue el primer objeto colocado; de hecho, todo el museo fue construido alrededor de este primer objeto, aunque siguieron otros: la lata de leche en la que el historiador Emmanuel Ringelblum colocó los archivos secretos del ghetto de Varsovia, uniformes andrajosos de los campos de concentración, cepillos de dientes, el velo de una mujer gitana, un acordeón de Rumanía, una caravana gitana de madera de Checoslovaquia, las puertas de hierro del cementerio de Tarnow, lápidas del ghetto de Varsovia, los barracones de Birkenau, una mesa especial de Majdanek, etc. En total, más de 5.000 objetos que fueron escogidos para su exposición. Gracias a ellos, los visitantes del museo son animados a interactuar con esos objetos.

Parte de la “experiencia” de la visita es el paso a través del vagón. Los visitantes emergen para ver una señal que dice “Quién vivirá y quién morirá”, alrededor de una selección de fotografías del álbum de Lili Jacob. Habiendo “experimentado” el proceso de selección, los visitantes surgen hacia el “Universo de los campos de concentración” y pasa más allá del símbolo “Arbeit macht Frei” (El trabajo libera), una réplica de la entrada al campo de Auschwitz, para ver literas tomadas de los barracones. El siguiente paso es atravesar una enorme fotografía de la “entrada a Birkenau”, donde hay un momento de pausa para escuchar las historias de los supervivientes de Auschwitz. Cerca ya del final de la exposición se han mostrado miles de fotografías de humillaciones, ghettos, deportaciones, ejecuciones y ahorcamientos públicos, así como imágenes tomadas por los ejércitos liberadores.

Todo el recorrido es una lección de historia, aunque es una historia vista desde el punto de vista americano. La exposición comienza con la historia de las liberaciones americanas, que sirven como una forma de orientar a los visitantes que no tienen ningún conocimiento de historia. En esta lección de historia, los americanos son los héroes que liberaron a los judíos en los campos. La primera imagen en la exposición, de más de dos metros de alto, muestra una pila de cuerpos desnudos en el campo de concentración de Ohrdruf, en Alemania, liberado por los americanos en abril de 1945. En el mismo muro se proyecta una película de color de las horribles escenas filmadas por los americanos en la liberación de Dachau. Irónicamente, las fotografías de las liberaciones, que en 1945 habían sido expuestas sin mencionar a los judíos, son ahora usadas para centralizar su tragedia. La Unión Soviética, la nación sin la que la guerra no podría haberse ganado y cuyo ejército liberó los campos de exterminio, ha sido expulsada de esa historia. No puede sorprendernos que en una reciente encuesta para establecer el grado de conocimiento del público americano sobre la Segunda Guerra Mundial, sólo el 49% supiese que la Unión Soviética había sido aliada.

Hacia mediados de los años 1990, el USHMM se había convertido en una autoridad central sobre el Holocausto, sorprendentemente, desde el punto de vista de algunos, por encima de la autoridad de Yad Vashem.

Las fotos de atrocidades fueron vistas como elementos esenciales del trabajo de los museos, a través de exposiciones que proporcionaban un registro visual reciclado de los hechos. En el Museo Memorial del Holocausto, sus responsables prefirieron el uso de las denominadas “fotografías sucias” (aquellas estropeadas por rasguños, polvo, suciedad, y las generaciones de copias), que daban a la fotografía una credencial de autenticidad.

La filosofía de conducción de las estrategias de la exposición permanente del museo está basada en llevar los horrores cerca de la superficie, rechazando “sanearlo”. Los temas más problemáticos fueron precisamente aquellos que confunden la fina línea entre la casi imposibilidad de confrontar la memoria y la historia del Holocausto como elemento reescrito, la responsabilidad de “explicar la historia” y la dificultad indispensable de emplear fotografías documentales.

La Torre de los Rostros y el proyecto de tarjetas de identidad son ambas estrategias fotográficas animadas por deseos ambivalentes de intervenir en la explicación del museo, predominantemente masiva, despersonalizada y cronológica de los hechos relacionados con el Holocausto. Por eso son importantes, porque permiten la asimilación de la historia de la víctima del Holocausto en el visitante del museo y en su identidad individual, a través de la articulación del pasado en el presente, que permanece como una historia fácilmente separable en espacios de tiempo y memoria. Las historias e identidades de la ciudad y los habitantes de Ejszyszki circulan en un registro diferente en la Torre de los Rostros.

El conjunto de la maquinaria de la memoria que está siendo cuidadosamente construida en el USHMM se está realizando para que la memoria del pasado sea reformulada en el presente. El experimento de las tarjetas de identidad sugiere una forma de acercamiento al dilema inevitable de representar lo irrepresentable, pero en su movimiento hacia una intimidad fingida más profundamente que refuerza la distancia abismal tan empáticamente que pretende apuntalar. Así, en su tentadora (im)posibilidad, las tarjetas de identidad permite transformar la herida fotográfica que convertiría la memoria en un suvenir.

Cuando el visitante entra en el museo comienza el proceso de identificación. Todo el mundo recibe una tarjeta de identidad, con una foto de tamaño pasaporte, de una persona real que vivió durante el Holocausto o murió prematuramente en él, que se puede conservar una vez acabada la visita. Cada una de las cuatro páginas de la tarjeta de identidad revela algunos datos sobre la vida del individuo correspondiente, siguiendo los cuatro pisos de la exposición. La página final, para ser leída en la última fase de la exposición, revela el destino final de la persona del documento.

La importancia de devolver los nombres e identidades a aquellos que fueron tan horriblemente borrados en el Holocausto no puede ser sobreestimada.

En la entrada al USHMM en Washington, el visitante es “invitado a registrarse” con una tarjeta de identidad. El visitante es dirigido a un área de procesamiento informático en el espacio del vestíbulo terriblemente vasto y hueco de la Sala de Testimonio. Aquí se preimprimen tarjetas, mientras el visitante espera. Las tarjetas son impresas con una fotografía y un breve texto sobre las víctimas del Holocausto y supervivientes que representan. La información es relacionada con historias mucho más largas de supervivientes o de las familias de aquellos que habían muerto, habían ofrecido al museo para uso público. Las tarjetas son organizadas por edad y genero de las personas.

El visitante del museo es animado para elegir entre esas tarjetas y seleccionar una, representando a una víctima del Holocausto cuyas características son aproximadamente las mismas que las del visitante y con estadísticas impersonales. El concepto original para el proyecto de tarjeta de identidad hacía que el registro del visitante introdujese directamente la edad y genero en el ordenador, de manera que se encontrase un “compañero” compatible y se estableciese una tarjeta correspondiente.

El nombre del museo aparece debajo del águila coronada con el lema “por los muertos y los vivos debemos dar testimonio”. Cada tarjeta de identidad es también marcada con un número de cuatro dígitos, como si estuvieran recién impresas. Al abrir la tarjeta de identidad y leyendo dentro de la página frontal se revelan las estadísticas vitales de la persona que experimentó el Holocausto: nombre, fecha de nacimiento, lugar de nacimiento y lugar de residencia. Impreso directamente sobre estos datos destaca una foto en blanco y negro anterior del Holocausto de la persona en cuestión.

El proyecto de tarjeta de identidad se propone como una forma de romper la historia del Holocausto en lo que se refiere a términos humanos, “educar a los visitantes, personalizando la experiencia”. El proyecto surge del deseo de establecer una unión inmediata con una persona y un lugar.

También es una cuestión crucial cómo los marcadores de fotografía y texto que representan a la víctima del Holocausto formulará las aproximaciones y distancias entre aquella persona ausente y las identidades variables de los visitantes del museo. En otras palabras, cómo se mantendrán, refractarán o mostrarán las posiciones normativas de objetividad (en este caso, el visitante del museo) y subjetividad (la persona a ser recordada o, en este caso, el “sujeto” observado). Si es el objetivo del museo que el visitante llegue a alguna forma de empatía hacia el espectro humano que le ha guiado a través de la exposición permanente, depende en gran medida de la posibilidad de proyección imaginativa.

El proyecto de tarjeta de identidad atormenta, precisamente, porque reconoce la presencia de un observador que recibe información a partir de unos registros cognitivos y emocionales. Es un proyecto conceptual, animado por intentos de formular proyecciones imaginativas tendentes hacia la empatía. En todas partes en el museo, al visitante se le recuerda que está en un vasto espacio de recreación articulada.

La fotografía del rostro de la tarjeta de identidad funciona como un árbitro o una zona limítrofe entre las identidades subjetivas y objetivas intercambiables del observador y el otro memorializado. El empleo del rostro en la tarjeta de identidad sugiere un punto de transición del horror absoluto, a través de la masa de fotografías documentales relacionadas con el Holocausto y la negativa absoluta para describir las atrocidades.

Una de las mayores exposiciones en el USHMM es la Torre de los Rostros, una exposición de tres plantas que expone más de 1.500 fotografías familiares. Las fotografías fueron tomadas entre 1890 y 1941 en Ejszyszki, una pequeña ciudad cercana a Vilno, en aquellos momentos en Polonia, ahora en Lituania. Fueron donadas para el museo por Yaffa Eliach, profesor de historia y literatura, que nació en la ciudad. Muchas fueron tomadas por sus abuelos o los fotógrafos locales, y muestran fragmentos de las vidas de más de 100 familias que fueron asesinadas en septiembre de 1941 por los Einsatzgruppen. Estas fotos son la única forma que tenemos de poder recordar el pasado de la ciudad y de sus habitantes; no hay otras evidencias, no hay tumbas ni amigos infantiles, sólo las fotos.

La Torre de los Rostros promete ser la más efectiva y expansiva de esa meta-exposición. Se trata de un espacio cubierto de arriba a abajo con fotografías de antiguos residentes del pequeño pueblo de Ejszyszki, tomadas entre 1890 y 1941. Eishyshok, el nombre en yiddish de la ciudad, está localizada cerca de Vilna, en lo que ahora es Lituania. La comunidad judía, cuya población era aproximadamente de 3.500 en 1939, vivía allí desde hacía casi 900 años, y era conocida por su academia talmúdica y su rica vida cultural.

Se trata de una torre con luz natural diseñada para representar un acercamiento muy específico entre el visitante del museo y las fotografías de los habitantes de Ejszyszki retratados en una variedad de actividades seculares. Las fotografías están laminadas sobre hojas de aluminio y montadas en un marco inclinado hacia el interior, cuando se alza desde su base desde el tercer piso hasta el quinto, dando también la impresión de que la torre parece una chimenea.
A diferencia del modo de dirigirse de la tarjeta de identidad, basada en una insistente autoidentificación, la Torre de los Rostros establece la presencia del espectador en un espacio distinto de la esfera ocupada por los habitantes de Ejszyszki. Se nos permite pasar a través del elemento inquietante de las identidades de los judíos de esa población, pero no se hace ningún esfuerzo para ligarnos físicamente con ellos. También está ausente de este tipo de memoria la tensa anticipación y parcial explicación de las brutalidades en el trabajo del proyecto de tarjetas de identidad.

Los hechos que tuvieron lugar en Ejszyszki son explicados después de que el visitante pase a través de un espacio de fotografías, pasando por un puente de vidrio por primera vez. El texto del panel explica cómo, durante el período de las principales festividades judías en septiembre de 1941, los Einsatzgruppen rodearon a la población de las sinagogas, los llevaron al mercado y hacia los campos fuera del pueblo. El segundo encuentro con los vividos fantasmas fotográficos de los habitantes asesinados se da con aquellos pocos que sobrevivieron, y sus antecesores aparecen en el tercer piso del museo, momento en que el visitante cruza el puente de vidrio otra vez.

Dentro del complejo de las muestras de deshumanización que aloja el museo, la Torre es remarcable porque es el único espacio que implícitamente, más que explícitamente, señala al genocidio. Retrata a personas plenamente integradas en las actividades de una comunidad, establecida por consenso más que por la fuerza de la violencia, donde la vida diaria de la población dirige al observador más que a una confrontación con las imágenes, con imágenes que despojan de cualquier posibilidad de identificación entre el fotografiado y el observador.

De forma interesante, la Torre de los Rostros está precedida por dos espacios de exposición que enfatizan el fracaso de lo que la Torre estaba precisamente intentando explicitar: la posibilidad para identificarse parcialmente con ellos y responder con la personalidad de las personas retratadas. El primero de los dos espacios está dedicado a narrar lo que el público americano sabía sobre la Solución Final de Hitler y sobre las políticas de emigración americanas. La voz del narrador señala que el 97% de la población americana desaprobaba las acciones de Hitler, pero que al menos el 77% no soportaban la llegada de refugiados. Esta sección de audio y video finaliza refiriéndose a que esas estadísticas fueron el resultado de percepciones en Estados Unidos de que los judíos europeos eran personas de campo, poco sofisticados que posiblemente no podrían integrarse en un país moderno de textura urbana.

Irónicamente, lo que se presenta como percepción y no hecho en el primer espacio es notablemente ofrecido como justificación en la siguiente zona, en cuyas paredes cuelgan las fotografías de Roman Vishniac, que retratan la vida rural y urbana de los judíos europeos en entornos aislados, oscuros y místicos, que enfatizan esas características como el material real del antisemitismo de los años 1930.

La Torre de los Rostros participa de la tradición memorial en su estructura solapada de narrativas históricas y memoriales, de modo que la exuberancia de la vida de las personas es transmitida tan realmente como su destrucción. Mientras los libros memoriales cumplen este doble objetivo principalmente con palabras y memorias, la Torre de los Rostros insisten en la vitalidad anterior a la guerra, a través de su abrumador legado fotográfico de la actividad de la comunidad.

Las imágenes de la Torre de los Rostros no cumplen el culto de recordar a través de un refugio fácil. No son mementos anónimos conmemorando una vida que se terminó debido a una muerte natural o esperada, sino que representa a figuras como una forma de recuerdo e impresionantes señales de una severa ruptura en la noción de una muerte natural. Su suave peso vacila entre el consuelo y la advertencia del pasado.

Como Eliach ha escrito, las “fotos supervivientes” toman una nueva dimensión en la era post-Holocausto. Mirarlas ahora es saber que detrás de cada una de ellas se esconde una historia trágica de muerte y destrucción. Aunque se hicieron como simples recordatorios de tiempos felices y ocasiones familiares, ahora tienen una tarea mucho más pesada, la de restaurar las identidades y la individualidad de aquellos que, por otro lado, fueron víctimas anónimas del nazismo. Las fotografías “rescatan” a esas víctimas póstumamente, dándoles una forma de redención de la conflagración que sólo dejó tras ellos cenizas y humo. Las fotografías se han convertido en la única “tumba” de esos niños, el único registro de su existencia y, para muchos de los supervivientes, el único recuerdo tangible de su pasado. Como se insinúa en la Torre de los Rostros, la tarea de recordar es agravada inmensurablemente cuando los muertos y las pérdidas sobrepasan el paradigma normal de una vida que finaliza naturalmente.

Los observadores son enfrentados a zonas grises que, curiosamente, se convierten en parte de la experiencia humana cuando el problema del mal es expuesto en la forma particularmente difícil de la vida diaria. Las imágenes contradictorias de las personas, sufrientes y asesinadas revelan las atrocidades y consolidan la miseria humana.